miércoles, 16 de noviembre de 2011

Un cuento.

El otro día, por cuestiones de trabajo, tuve que pensar en un cuento, así en abstracto, y me salió esto:

El señor Conejín vivía en un piso de una gran ciudad. Tenía dos dueños que le daban todo lo que podía desear: comida puntual todas las mañanas, Mucho heno todo el día, agua fresca y limpia, un poco de verdura a media tarde, caricias y mimos a discreción, una alfombra donde poder corretear y alguna chuchería de vez en cuando. También tenía una jaula donde dormía por la noche, en una camita a su medida, mullida. Y durante el día la jaula se la dejaban abierta para que entrase y saliese cuando quisiera. El señor Conejín vivía bien. Le gustaba mucho acurrucarse en el sofá con sus dueños y recibir muchos mimos, mientras ellos hablaban de sus cosas.


Pero un día el señor Conejín vio un documental de la 2 por la tele. Las protagonistas eran unas liebres. Sí, eran sus primas hermanas. ¡Y cómo corrían las liebres! ¡Qué carreras! ¡Qué emoción no saber cuando va a aparecer un águila o un zorro! ¡Menudos saltos que pegaban! Qué libertad. Tener que defender la propia madriguera. Y esos campos eternos. Esa alfombra de hierba fresca... El atrevimiento y la independencia. El peligro.


Bueno, afortunadamente el señor Conejín era un conejo, y no un humano. No anhelaba ni deseaba algo que no podía tener. Vivía feliz (conejamente hablando) en un piso de una gran ciudad. Y se había quedado dormido en el regazo de su dueña, recibiendo mimos, como todas las noches.

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