Espejo de letras o el sonido de la intimidad.
-Podríamos comprar naranjas de zumo, ¿no?
No conocí esa voz y sin embargo no era una voz desconocida. No sabía a quién pertenecía, pero en aquel momento supe que el futuro pertenecía a una voz como aquella. Entonces sentí un escalofrío difícil de explicar, mientras una avalancha de imágenes sueltas, dispares, luminosas, remotas, se precipitaban a toda velocidad por la pendiente de mi imaginación, víctimas de un vértigo que yo no era capaz de gobernar. Duró sólo un instante, pero cerré los ojos y vi una casa pintada de blanco, una pareja en una cama deshecha, un sábado por la mañana, el sol entrando por la ventana para convertir el suelo de madera barnizada en un estanque de color caramelo, las arrugas templadas de las sábanas, el cuerpo de un hombre joven, desnudo y sonriente, que se levantaba a preparar el desayuno mientras que una mujer joven, desnuda y sonriente, se giraba con pereza para mirarle marchar.
[...] Aquel era el sonido de la intimidad.
Desgraciadamente, este fragmento no es mío (ya me gustaría), sino de Almudena Grandes, en concreto de su novela Estaciones de Paso. Es una novela... buena, sobre todo si te gusta cómo escribe esta autora, su estilo directo y sencillo, casi como si estuvieras escuchando los pensamientos de otras personas en directo. Es una novela muy agridulce. En realidad mucho más amarga que dulce, llena de pérdidas y búsquedas a medias, varios personajes en pleno duelo, cada uno dentro de sus circunstancias, que parecen diferentes, pero en el fondo son muy parecidas. Me ha resultado dura, supongo que porque me he visto reflejada en ella (demasiadas pérdidas últimamente).
Pero también tiene sus ternuras, como ese fragmento anterior.
Si en algún momento a mis 18 años me planteé cómo debía ser mi futuro amoroso, cómo quería que fuera (más que cómo iba a ser) seguro que la imagen que surgió en mi mente fue muy parecida a la que tiene la protagonista de esta historia. Nada de cuentos de hadas, nada de príncipes, de encontrar el amor verdadero, de conocer a la persona perfecta, de vivir un amor pasional, una historia de película. En algún momento a mis 18 años ya sabía que el amor era otra cosa muy diferente, ni mejor ni peor, sólo diferente. Eso de un sábado por la mañana y un cuerpo caliente al lado, eso de desperezarse y rozar con los dedos otra piel, eso del sol chorreando por el parquet, eso de ¿te preparo el café?, eso de tener que hacer ganas de salir del refugio de las sábanas, eso de una sonrisa robada...
Es una tontería, pero me ha sorprendido, acostumbrada al romanticismo más obvio que suele encontrarse en la literatura, descubrir un pensamiento, una imagen, que podía ser tan mía (a los 18, hace un par de años y ahora todavía) como de la protagonista. Es curioso verse en un espejo de frases y letras.
Y es bonito pensar que, a veces, lo que deseas con 18 años, puede acabar llegando alguna vez.